Lo que me importa no es mi acercamiento a una realidad sino a un lenguaje. Me importa mucho el que habla, su modo de decir fabricará un mundo que percibiré o no. Lo que diga llega a ser verdad sólo sí primero lo ha sido su tono. No se trata de imágenes. Nunca ha sido mi asunto describir y hacer precisiones sobre un hecho más o menos truculento sino aplicar una escala de tonos como un pintor o un músico armonizan, el resto lo hará quien sea que me acompañe interesándose o no en mi palabra. La literatura trata sobre un lenguaje que yo escucho y que no siempre entiendo. Y el silencio –claro-, es lo más crucial: inicia o termina toda relación. Cuando alguien calla, todas sus palabras toman relieve para que yo sienta su peso verdaderamente cósmico.

Julio 3, 2011


El espíritu de la danza



Iris y el minero


La danza no define nada. Crea formas organizadas para uno que posiblemente creará significados. Pero lo que busca no es una mirada específica sino la de todos, porque lo que representa es un ojo imposible. El punto de vista no está en ningún lado sino en todos y desde ahí abre el espacio vital. La danza erige presencias en acto como la poesía y más precisamente presenta al movimiento como lo único. Esto quiere decir que su principal interés es indicar la diferencia como lo que está ahí manifestándose a cada momento. El asunto estético siempre es secundario y está lejos de ser un simple decorado. Se trata siempre de un cuerpo que se despliega bajo un fondo musical, que sirve de contraste, para posibilitar un modo de ser único. El modo en turno del que mira. Cuando aparece, lo que se percibe sólo puede denominarse como diferencia. La diferencia siempre se da como la percepción del rompimiento. Por eso, al interior de la danza, toda historia es una seudohistoria encontrada casualmente y que no determina nada. Lo que ocurre es siempre un acontecimiento y en todo caso siempre es una historia única del cuerpo lo que se presenta. Es la convención quien precisa de ponerle nombre a las cosas para poder referirse a ellas. La danza llega a ser lo que en el espectador se ajusta a sus sentidos y también lo que desajusta su experiencia, pero siempre es lo que le está pasando en tanto la ve. El intento de ajustar el movimiento es el intento de comprender, por eso la danza –todo el arte- nunca es más que una intención que un espectador puede o no reconocer como suya. Pero si lo hace –y se espera que al menos lo toque mínimamente-, si ocurre que la obra lo toca entonces el arte realiza su función principal. Cuando la danza concreta las apetencias de quien la ve, el reconocimiento es mutuo: un espectador puede entonces sentirse parte del mundo y necesario para él porque cuando la obra ha requerido de su ingenio y aquél se ha entrevisto en ella, validándola, comprende que tiene algo que ofrecer. Sin que sea para nada una obviedad, se hace imprescindible para que aparezca la danza su espectador y no sólo el espectador. De manera extrañamente inversa, su espectador aparecerá a sí mismo en el espejo dancístico como alguien diferente. La danza es así la magia de crear al otro en sí mismo. Este es el sentido profundo de Iris y el minero: dos presencias que al formar se forman y al buscar se buscan. Él no está ahí y ella no es ella. Ambos intuyen que, en un momento dado, el uno será el otro. Mientras eso sucede, todas las cosas sólo son señal de algo. Siempre es algo detrás de las cosas lo que buscamos y la seguridad de que ese algo existe son las cosas. Iris y el minero no es un título de pieza coreográfica, es un movimiento de danza. Nada hay ahí definido sino un ojo imposible que lo mira todo de manera que cada uno siente lo que mira como lo único. Y lo único es lo propio, lo que yo veo y que, por supuesto, no será lo que vea mañana.




El trabajo tras bambalinas. 

A mí puede sucederme lo que al espectador de cine que entra a la sala como con una promesa tácita de satisfacción envuelta en el boleto. (Les ruego tengan en mente alguna feliz ocasión como esta). Y ya que pocas veces le es colmada esta ansiedad (a menos –claro- que la amiga en turno sofoque su impaciencia) se lamenta del costo y de la decisión de haber visto esa y no otra película. Sólo después de mucho tiempo, acaso una de esas veces que reflexiona sentado en en el water sobre los perfumes que ahí se congregan, piensa en los pobres que hicieron la película y piensa también que, pese a todas las que pudieron haber pasado, el gozo de su esfuerzo no puede ser cualquier cosa. Este gozo del hacer –piensa mientras mastica y hace bolitas con el papel limpiador- es por supuesto incompartible y sólo es comprensible si algún día se llega al momento de la producción (es decir, poniéndose en cuclillas con los calzones del otro). Así que los pobres que hicieron la película le revelan, ya sea el caso, o su grandeza o su pobreza en la ausencia de obra propia. Algo similar a la visión que se tiene de mirar el fondo del excusado mientras se abrocha uno el pantalón. Para algunos cagones esta revelación es un aliciente. Para otros es la realidad oponiéndoles su cara imposible de medusa, y, aún cuando el hábito ha neutralizado esta impresión, cuando pasa, este es el principio de la peor miseria. Miseria invisible tanto como el esfuerzo, sin duda, y por eso insignificante cuando se la pone al lado de verdaderos actos heroicos. (He aquí la importancia de cargar consigo alguna linda esencia para borrar toda impureza sanitaria.) El asunto puede debatirse en la posibilidad de ser productores y consumidores simultáneamente. Si nuestro espectador de cine lo logra podemos vislumbrar entonces el nacimiento de la crítica, y si no es así entonces no habrá más que reclamos inútiles, películas malas y obturadores averiados que imposibilitan el desalojo de la porquería. El resultado siempre puede ser una amenaza de pestilencia del demonio. (El asunto, en todo caso, siempre se soluciona llevando alguna fiel acompañante y suficiente papel higiénico con olor a rosas).

septiembre 8, 2011

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Lo mío, lo mío, no es nada. Un par de piecitas de Wim Mertens, un bolígrafo. Nada. Miles de síntomas. Lo que pienso por ahora es de lo más predecible porque la inteligencia es finita. Siempre ha sido la imaginación quien ha hecho la diferencia. La inteligencia siempre puede ser una virtud, también una perversión. La imaginación sólo posibilita un futuro menos arduo.